Noche cerrada. Así era la oscuridad que invadía mi sueño. Una oscuridad densa y silenciosa que colmaba todo el espacio donde me encontraba yo. ¿Y qué lugar era aquel exactamente? No había nada. Tan solo un vacío inquietante e infinito. ¿Era ese sueño un reflejo de mi pena? Desorientada, me deslicé por entre las sombras en busca de cualquier indicio existencial. No albergaba muchas esperanzas. Todo pintaba a que aquí solamente estaba yo. Pero entonces atisbé una presencia desafiante que oscilaba a mí alrededor.
—Bienvenida a mi abismo, ser de luz —decía—, ven y acompáñame a recorrerlo.
Aunque asustada, acepté su mano tendida y dejé que me guiara a su antojo por la oscuridad. Pronto alcanzamos una especie de cámara subterránea, bañaba por un resplandor sutil. A pesar de ello, su identidad siguió resultándome un misterio. No me importó demasiado. Me hallaba totalmente eclipsada por aquella figura espectral y de porte imponente. Era como un ángel tenebroso.
Soltó mi mano y, con aire entristecido, se alejó de mí a cierta distancia. Me acerqué de nuevo al ángel de aura azulada y extendí mi mano hacia donde se suponía se encontraba su cara. Noté humedad entre mis dedos. El ángel lloraba. Y me dominó la angustia al comprenderlo todo. No era ese sueño un reflejo de mi pena, sino de la suya.
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